Clima Laboral: La Infraestructura Invisible del Desempeño
Nadie en la empresa trabaja en el aire. Todos lo hacemos en un clima: un entramado de relaciones, conversaciones, códigos implícitos y modos de trato que hacen posible (o no) lo que allí sucede. Por eso, el clima no es un asunto blando, ni un intangible simpático, ni un “ambiente agradable” sin consecuencias. El clima organiza, influye, limita o potencia. Está siempre presente, aunque no lo nombremos.
El problema no es que el clima sea invisible, sino que lo hemos reducido a un estado de ánimo, a una experiencia emocional momentánea, a la sensación de “estar bien”. Y así, sin notarlo, lo hemos vaciado de su potencial estratégico. Le hemos pedido poco. Nos hemos conformado con que no moleste.
En Lómel trabajamos con una definición distinta. Entendemos el clima como un juicio de valor respecto de las condiciones relacionales de una organización y de cuánto posibilitan o no el desarrollo profesional y personal. Es decir, el clima no se mide solo en el agrado subjetivo de las personas, sino en la forma en que las relaciones, los liderazgos y las dinámicas de poder permiten —o impiden— que alguien se despliegue, aprenda, desafíe su límite, encuentre sentido y, en ese proceso, aporte.
Esto significa que puede haber un “buen ambiente” que sea, en rigor, un mal clima. Porque las relaciones pueden ser cordiales, pero inertes. Amables, pero conservadoras. Horizontalizadas, pero sin dirección. El verdadero clima fértil no es el que evita los conflictos, sino el que permite trabajarlos con madurez. No es el que relaja a las personas, sino el que las trata como adultas y las desafía a crecer. A veces, eso implica incomodidad, tensión, exigencia. Pero también implica horizonte, contención y una cultura que no castiga el error, sino que lo metaboliza.
Esta mirada no es una defensa de la hostilidad ni una apología del rendimiento frío. Al contrario: creemos que el desarrollo humano y la salud organizacional son compatibles, pero no siempre coinciden. Lo que sostenemos es que un entorno profesional puede ser “feliz” sin ser desafiante, y puede ser exigente sin ser abusivo. Por eso, el criterio no es el agrado: es el desarrollo. Ese concepto, más robusto que el “bienestar”, apunta a una construcción más honda y colectiva: a la posibilidad de convertirse en alguien más competente, más autónomo, más significativo. Y eso no sucede en cualquier lugar.
Hay un tipo de mediocridad muy sofisticada: la que se disfraza de cordialidad, pero posterga el trabajo bien hecho. La que privilegia la armonía, pero evita las conversaciones difíciles. La que celebra la felicidad, pero descuida la formación, el mérito, el impacto. Tal vez ese sea el verdadero mal clima: el que nos hace sentir cómodos mientras dejamos de crecer.
Desde Lómel no nos interesa maquillar entornos ni adoctrinar personas con eslóganes de buena onda. Nos interesa ayudar a las empresas a diseñar climas fértiles: espacios donde las relaciones están al servicio del desarrollo de las personas y los objetivos del negocio. Un buen clima no es el que evita el dolor, sino el que sostiene a quien atraviesa su proceso. No es el que distrae del propósito, sino el que lo convierte en experiencia compartida.
Porque el clima, bien entendido, no es un tema blando: es un asunto serio. Es la infraestructura invisible del desempeño.